domingo, 20 de diciembre de 2009

CRÓNICA DE UNA MUERTE FALSA



Los García eran una familia inquieta. En lo que iba de año se habían mudado en otras tres ocasiones. Por fin parecían haberse acomodado. Gregorio era un escritor bastante mediocre, había arrastrado a su familia de aquí para allá en busca de las musas o sencillamente de las ideas perdidas. Ahora trabajaba en algo que según él iba a traerle la fortuna y el existo que tanto anhelaba. La nueva casa era grande, estaba en mitad del campo, era muy soleada y tranquila. Por las mañanas los niños iban a la escuela, era Rebeca, la mujer de Gregorio, quien se encargaba de esta labor. Mientras, él se quedaba frente a la pantalla del ordenador portátil esperando a que la deseada inspiración hiciera acto de presencia.
Fue al cuarto día cuando Gregorio cogió fuerzas y acudió al desván. Había estado escuchando ruidos que poco tenían que ver con cucarachas o ratones. Rebeca no le prestó ninguna atención, hacía tiempo que había perdido la fe en su marido y lo más sensato que podía hacer era ignorarlo. Una vez allí, en el viejo y oscuro desván, Gregorio adosó su oído a la puerta. Lo volvió a oír, eran lamentos. Sacó del bolsillo la vieja llave que habían dejado los antiguos dueños juntó con las demás, la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió.



1964

Una mañana, el conocido escritor Camilo Montalbán, de cuarenta y cuatro años, que hacía mucho tiempo se había retirado a su casa de campo de Aranjuez, quedó estupefacto cuando, al abrir el periódico, vio en la tercera página, a la derecha, abajo, a cuatro columnas, este título:

“La literatura española está de luto. Ha fallecido el escritor Camilo Montalbán”

Debajo se podía leer:

“Tras una breve enfermedad, contra la que nada pudieron los cuidados de los médicos, ha muerto hace dos días el escritor Camilo Montalbán. Por voluntad del finado, damos la noticia después de celebrados sus funerales”.

Aturdido, sin dar crédito a sus propios ojos, Montalbán echó una febril ojeada sobre el artículo necrológico y advirtió, a pesar de la precipitación de su lectura, alguna que otra frasecita venenosa llena de reservas, dispersas aquí y allá, con innegable diplomacia, entre las retahílas de adjetivos variados.

-¡Marta, Marta! –dijo Montalbán tan pronto como recobró el aliento.
-¿Qué pasa? –respondió su mujer desde la habitación de al lado.
-¡Ven, corre! –contestó.

La mujer acudió a la llamada y leyó de inmediato el artículo. Marta palideció al instante y rompió a llorar de inmediato.

-¡Mi pobre Camilo, mi tesoro! –balbucía entre sollozos.

Aquella escena acabó por desesperar a Camilo.
-Pero, ¿te has vuelto loca, Marta? ¿Es que no ves? ¿Pero es que no comprendes que es un error?

Marta cesó inmediatamente de llorar, miró a su marido, su rostro recobró la serenidad, y, entonces, con la misma ligereza con que un momento antes se sintió viuda, viendo el lado cómico de la situación, comenzó a reír alocadamente.

-¡Dios mío, vaya broma…! , ¡Pero qué risa…! , perdóname, Camilo… La literatura de luto… y estás aquí más sano que una lechuga.

-¡Basta! ¡Basta! –le gritó su marido, fuera de sí-. ¿No te das cuenta? ¡Es terrible, es terrible! ¡Ahora verás cómo me oye el director del periódico! ¡Le va a costar cara la bromita!
Camilo se montó en su coche y se fue precipitadamente a la ciudad, dirigiéndose al edificio donde se encontraba la redacción del periódico.

Una vez allí, el director le recibió afablemente.

-Por favor, maestro, siéntese. ¿Un cigarrillo…? Estos encendedores que nunca funcionan son una verdadera desesperación… Tome un cenicero… Y ahora, dígame:
¿A qué debo el placer de esta visita?
Camilo no tenía palabras ante aquella situación, se había quedado aterrorizado.

-¿Acaso me está tomando el pelo? –dijo muy alarmado.
-No le comprendo, señor –contestó el director.

Camilo cogió un ejemplar del periódico que había sobre la mesa, pasó algunas páginas y se lo mostró al director.

-En el periódico de hoy..., en la tercera página…, viene publicada la noticia de mi muerte…
-¿De su muerte? –El director cogió el periódico, leyó detenidamente, comprendió (o fingió comprender), no pudo ocultar un breve embarazo que duró una fracción de segundo, se recobró de forma maravillosa, y carraspeó.
-Bien, me hago una idea. Aquí hay sin duda una extraña discrepancia.

Camilo perdió la poca paciencia que le quedaba.

-¿Discrepancia? –gritó-. ¡Me han matado, matado! Es algo monstruoso.
-Desde luego, desde luego –dijo el director con calma-. Quizá… podríamos decir que el contexto de la noticia ha ido más allá de las intenciones que se tenían al redactarla… Por otra parte, espero que usted haya sabido apreciar el justo mérito del homenaje que mi periódico ha tributado a su carrera literaria…
-¡Homenaje! ¡Me han destrozado!, ¡Han arruinado toda mi vida!
-Bueno, no niego que hemos cometido un leve error…
-¿Me han dado por muerto estando vivo… y usted llama a esto leve error…? ¡Esto es una locura! Le exijo formalmente una rectificación, exactamente en el mismo sitio donde ha sido publicada esa noticia. Y, por supuesto, me reservo el derecho a exigir reparaciones por daños y perjuicios.
-Pero, mi querido señor –contesto el director-, usted no se da cuenta de la extraordinaria fortuna que se le ha presentado. Otro escritor cualquiera daría saltos así de grandes.
-¿Fortuna?
-Sí, fortuna y éxito. Cuando muere un artista, sus obras son veneradas, ¿Se imagina el dinero que puede hacer con reediciones de viejos trabajos? Y ahí no acaba todo, usted puede seguir escribiendo y fechar las obras en otra época. La gente hará cola en las librerías para poder adquirir su obra póstuma o si lo prefiere para hacerse con el libro perdido del gran Camilo Montalbán. Sin quererlo, si, sin quererlo, le hemos prestado un servicio inconmensurable.
-Y yo, ¿debo hacerme el muerto…?
-Desde luego. Es una oportunidad única en la vida.
-Pero, ¿y yo?, ¿Deberé desaparecer de la circulación?
-Si, no será difícil. Lo que debe hacer es dejarse barba y evitar entrometerse en aglomeraciones públicas. Mire, todo irá como la seda. Más vale dejar que las cosas sigan por su cauce… Después, usted comprenderá que es lo mejor… Una rectificación de esa importancia… No soy yo quien se va a beneficiar a fin de cuentas… Usted, personalmente, perdone la sinceridad, representaría un papel muy mezquino… E inútil, pues los resucitados jamás resultan simpáticos…

Camilo no supo decir que no. Volvió a su casa de campo. Se escondió en el desván, mientras le creía la barba. Su mujer se vistió de luto. Los amigos fueron a visitarla, especialmente Rodrigo Garasino, también escritor, que había sido siempre como la sombra de Camilo. Pronto, los pronósticos que el director del periódico había formulado se fueron cumpliendo. El dinero empezó a llegar a borbotones. Las más antiguas obras de Camilo Montalbán comenzaron a reeditarse, la gente, sobre todo gente joven, sentía curiosidad por este autor.

Y allí en su retiro clandestino, Camilo escribía sin descanso, hoja tras hoja, para poder alumbrar la que para muchos sería su obra más extraña. Finalmente el trabajo se dio a conocer al gran público a través de Marta, su viuda. Se dio por sentado que la obra era antigua quizás perteneciente a la primera etapa literaria del escritor. La gente acudió en masa a las librerías, todo fue un rotundo éxito.
Un mes después, la barba le había crecido bastante. Camilo se arriesgó a salir, presentándose en los sitios como cualquier otro individuo. Se puso gafas, y simulaba un acento exótico.

Curioso. A medida que las visitas de Rodrigo Garasino se hacían más frecuentes, Marta parecía florecer de nuevo. Además, el luto la favorecía. Camilo seguía la metamorfosis de su mujer mitad con complacencia, mitad con cierta aprensión. Cierta noche llegó a desearla, como hacia años que no le había sucedido. ¡Deseaba a su propia viuda!
En lo que se refería a Garasino, ¿no era extraña tanta asiduidad? Cuando Camilo se lo advirtió a Marta, ésta casi reaccionó con hastío:
-¿Pero de que estás hablando? ¡Pobre Rodrigo! Tu único amigo de verdad. Se toma la molestia de consolar mi soledad y tú sospechas de él. ¡Deberías avergonzarte!

Mientras tanto, la gente tuvo tiempo de olvidar a Camilo Montalbán, al menos como fenómeno mediático. El olvido llegó con impresionante rapidez. Cada vez era más raro encontrar citado su nombre. Con desolado estupor, Camilo se dio cuenta de que sin Montalbán, el mundo seguía girando.
Las visitas de Garasino terminaron por hacerse habituales. Camilo se vio en la obligación de permanecer en el desván las veinticuatro horas del día. Fue entonces, mientras yacía sentado en una mecedora junto a un pequeño ventanal del desván, cuando Marta entró por la puerta toda vestida de blanco.
-¿Te gusta?, es mi viejo vestido de novia, aún me sirve
Camilo la miró con asombro. No tenía palabras.
-Rodrigo me ha pedido que me case con el, es un buen hombre –dijo ilusionada.
Camilo volvió la cabeza y puso de nuevo su mirada en el pequeño ventanal. Marta no dijo nada, tan solo salió de la estancia y cerro la puerta. Un sonido metálico resonó con fuerza. Era la cerradura.

Camilo asumió su encierro, al fin y al cabo era inevitable. En el jardín de la casa los invitados al evento se agolparon en torno a los novios. La orquesta comenzó a tocar, Marta y Rodrigo comenzaron a bailar al son de la música. Todo era perfecto.

A unos metros del ágape nupcial había una solitaria lápida, en ella rezaba una inscripción:

Camilo Montalbán 1920-1964
“Nunca te olvidaremos”



* * *



Tras haber abierto la puerta, Gregorio entró despacio en el desván. La atmósfera de aquel lugar era agonizante. Todo estaba cubierto por un denso polvo. Justo en frente había un pequeño ventanal por el que entraba algo de luz. Gregorio se acercó lentamente. Había una mecedora, en ella parecía distinguirse una figura, la presencia de alguien que yacía sentado.
-¿Hola? –dijo algo asustado
No hubo contestación. Gregorio termino por aproximarse hasta la mecedora abriéndose paso entre las telarañas. Allí sentado, se encontraba el cuerpo inerte de un hombre de poblada barba y expresión desoladora, estaba en lo huesos. Sus manos se aferraban a una pila de papeles manuscritos. Gregorio estaba aterrorizado pero tuvo fuerzas para aproximar sus manos hasta las del difunto y extraerle los papeles.
Había mucho material escrito, las hojas estaban numeradas. Gregorio empezó a leer. La narración comenzaba con una frase: Esta es la crónica de una muerte falsa...

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