martes, 27 de enero de 2009

CONFESIONES DE UN TENDERO DE BARRIO

Mi nombre completo, Antonio López Urdiales, tengo cincuenta y ocho años.

Tenía hasta hace poco una prospera tienda de ultramarinos. Era un buen negocio, yo lo sabía todo sobre el y él de mi, nos entendíamos.

Como en cualquier negocio tenía clientes habituales, desde luego. También tenía un ladrón habitual que me robaba el penúltimo día de cada mes.

Hace dos días esperaba como agua de Mayo a ese entrañable bribón mensual pero, fíjese, no apareció.

Me preocupé bastante, pase un día malísimo, no entendía por que no había ido a robarme. Me preguntaba si estaría enfadado conmigo o si le habría causado sin quererlo algún tipo de incomodo.

No me lo pensé ni un segundo. Me puse el abrigo y el sombrero y me dispuse a encontrar a mi ladrón mensual particular. Quería saber por que demonios no había cumplido con su cita.

Después de varias horas de búsqueda muy poco prometedoras y de un intento de asesinato por parte de unos pandilleros, una mujer me dio la dirección del ladrón.

Encontré la casa, en la calle había una mujer limpiando las escaleras del portal, le describí al individuo y me indicó que vivía en el primer piso.

Por fin llegué a la puerta de la casa de mi ladrón habitual. Llamé al timbre y esperé. Después de un rato, la puerta se abrió ante mis narices. Una joven encantadora me dio la bienvenida. Observé inmediatamente que estaba embarazada y que muy posiblemente mi ladrón habitual fuera el padre de lo que estaba por llegar.

Le dije que estaba buscando a un hombre de determinados rasgos físicos y que deseaba mantener una charla con el. La joven me dijo que su novio estaba trabajando y que hasta la noche no regresaría, me dijo además que se estaba esforzando mucho por el hijo que esperaban y había abandonado cualquier tipo de actividad ilegal.

No tuve palabras en aquel momento, tan solo la deseé muy buena suerte y me marché aturdido.

Regresé a mi tienda con la cabeza ausente, como distraído. Sentía pena y felicidad a partes iguales, es difícil de describir.

Me senté tras el mostrador con la mirada perdida y me di cuenta en ese instante de que me sentía vacío y que por una vez en la vida tenía la impresión de que me habían robado algo de mucho valor. Me habían robado a mi ladrón habitual.

¿Qué podía hacer? Yo lo necesitaba, si, como lo oye, lo necesitaba, como el bombero al fuego, como el médico al enfermo o como el enterrador al cadáver.

Tenía que recuperar a mi ladrón, tenía que volver a robar a mi tienda el penúltimo día de cada mes.

¿Cómo podía hacerlo? Pensé en un primer momento en asesinar a su prometida y de esta forma obligarle a regresar al arroyo y a la desgracia, supuse que si lo hacía regresaría así a mi tienda.

Después reflexioné y me di cuenta de que no tenía agallas para semejante empresa y que un crimen sobre los hombros pesaría demasiado.

Tuve una idea mucho más oportuna. Me propuse descubrir donde trabajaba y conseguir que lo despidieran, de esta forma y teniendo en cuenta como está el trabajo hoy día, le obligaría, irremediablemente, a regresar a mi tienda en busca de sustento.

Así lo hice, fui a la fábrica de enlatado de pescado donde trabajaba y hablé con su jefe. No me costó convencerle de que era un delincuente peligroso enfermo de SIDA. La verdad es que no me imaginé que fuera tan sencillo.

Mi plan funcionó a la perfección y le despidieron esa misma tarde.

Regresé a mi tienda impaciente para ver si el condenado ladrón, ya sin su trabajo, volvía para robarme.

Espere, horas y horas, se hizo de noche y nada, no volvió.

Tomé la decisión de regresar a su domicilio y saber que ocurría.


Llegué allí. Cual fue mi sorpresa cuando pude ver toda la calle repleta de coches de policía y una ambulancia. La gente estaba expectante y preocupada.

Me acerqué a un hombre y me explicó que un chico joven se había suicidado en su casa y que la mujer que vivía con él sufrió una crisis de ansiedad que provocó el aborto de la criatura que estaba esperando.

Fue lo más extraño que me había ocurrido nunca, tuve una sensación en el cuerpo que no había experimentado jamás.

De nuevo volví a mi tienda, entré por la puerta como un fantasma, sin hacer ruido y sin encender las luces.

Me di cuenta en aquel preciso momento del terrible mal que había cometido y de lo imperdonable de tal acto.
Entendí que lo que había hecho era monstruoso y anormal. Y que por mucho que se lo explicara a alguien ni yo mismo podría entenderlo.

Tampoco lo pensé mucho. Cogí un bote de gasolina y empecé a rociar todo el establecimiento para después encender una cerilla. Una vez supe que aquel sería mi final me dispuse a relatar todo cuanto había sucedido.

Y aquí estoy, escribiendo estas líneas mientras mi amada tienda es consumida por las llamas mientras yo permanezco todavía en el interior. Supongo que es lo más humano que puedo hacer por mi oscura alma y confío en que la pequeña caja de metal donde guardo el cambio sea capaz de guardar esta carta.

Si más me despido del lector de esta carta que como habrá descubierto soy un claro peligro para la existencia y para mi mismo.

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